La aparición del Carlismo en la pintura vive una edad de oro. Primero fue Augusto Ferrer-Dalmau, que despertó a la pintura militar e histórica de un letargo secular e hizo cabalgar a los voluntarios carlistas a grupa de sus caballos, idealistas y victoriosos, sacándoles de la postración y el abandono de un siglo de pintura oficialista.
Después vino Ferrer Clauzel, atento a la oportunidad, secuela a su manera, con una pintura militar también patriótica y cuatro o cinco incursiones meritorias en el campo carlista, igualmente con jinetes uniformados cabalgando en parejas o solitarios, por hayedos o por trigales, como subrayando la determinación individual, la voluntad férrea de apartarse de la masa para servir a su Ideal quijotesco.
A larga distancia, por juventud y por encontrarse aun en sus inicios, hay que citar en esta breve lista al desenvuelto pintor canario Ismael Francisco Sánchez, que está irrumpiendo con ideas muy personales y ganas de plasmar en el lienzo sus convicciones carlistas, y a José María García de Polavieja, que ha hecho honor a su herencia familiar con dos primeros cuadros en la estela de su admirado Ferrer Dalmau.
Mencionar también a esa entusiasta margarita que es Mónica Caruncho, con una abundantísima producción de sencillos óleos sobre papel, en los que día a día va mejorando su técnica autodidacta, y que constituyen un monumental testimonio de su corazón encendido de amor a la Causa.
Y, entre ese renacer de la pintura de tema carlista, fruto y a la vez causa, mencionar a una de sus más cuajadas realidades: Carmen Gorbe Sánchez, la pintora aragonesa de marcada personalidad que ha puesto su talento artístico al servicio de los encargos del Museo Carlista de Madrid, dando a la luz una serie de retratos y óleos sobre el Carlismo llamados, ya desde ahora, a ser un precioso legado para la posteridad.
Si Carmen Gorbe ya nos asombró con obras como “La cantinera y el carlista”, “La muerte del corneta carlista”, o los extraordinarios retratos de Carlos VII, Marcelino Oreja Elósegui o Antonio Molle, su última obra, “Subida a Montejurra”, representa una nueva, sorprendente e inestimable aportación. Una muestra más de su calidad técnica y de un estilo propio incuestionable.
Montejurra es la montaña sagrada del Carlismo. Monte de victorias y derrotas, euforia de multitudes y cúmulo también de decepciones; monumento de la unidad y recuerdo sangriento de trágicas emboscadas.
Montejurra es el símbolo de la vida de un pueblo, el carlista: camino ascendente, sin concesiones, sufrido a trechos, gozoso a tramos; en el que siempre es necesario un nuevo paso, un sacrificio más; en el que el cansancio no puede llevar al abandono, en el que cada cota conquistada dilata las vistas y amplia el horizonte; en el que no se sube solo, sino en grupo, en comunión, aunque el esfuerzo personal sea siempre intransferible. En el que la cima espera en lo alto, porque hay una meta que conquistar.
En el cuadro de Carmen Gorbe, el ascenso es el protagonista y es también el mensaje. Es la marcha decidida de unos hombres, de unos jóvenes en minoría, abriéndose camino entre la bruma abatida sobre el bosque, que nubla los contornos y confunde la realidad. Son los pasos dados en el silencio del recogimiento interior, como saboreando un momento que tiene algo de religioso, tras el Cristo, tras las banderas, tras el surco dejado por los que nos preceden.
La subida a Montejurra en el cuadro de Carmen Gorbe es una metáfora de la vida, que discurre en medio de la niebla.
Ascender. Buscar la cima.
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