Al abrir el telegrama de Melgar, el secretario de S.M el rey don Carlos VII, no me lo podía creer. Es cierto que cuando la Familia Real visitó el Museo Carlista de Madrid, en San Lorenzo de El Escorial, el pasado invierno, doña Berta se había despedido cariñosamente de mí con un “deseamos que pueda venir algún día a visitarnos a Venecia”, pero siempre lo tomé como un mero cumplido y una aspiración por mi parte completamente irrealizable. Y de repente se me marcaba una fecha: “Sres. Duques Madrid le esperan en Loredan 12 octubre próximo”.
No me fue fácil conciliar el sueño en los días siguientes, pensando en los preparativos necesarios: los billetes de avión, alguna información práctica sobre Venecia y posibles alojamientos, regalos apropiados que llevar a don Carlos y a doña Berta…
Por fin llegó el día, y casi antes de que pudiera darme cuenta, mi avión de Alitalia aterrizaba en el aeropuerto Marco Polo de Venecia. Había llegado el momento tan ansiado.
Un autobús de la línea 35 me llevó hasta el aparcamiento de San Giuliano, y de allí una lancha-taxi me condujo a lo largo del Gran Canal hasta la plazoleta de San Vio, en el Dorso Duro, donde se encuentra el palacio Loredán.
Había visto tantas fotos del palacio que me resultaba familiar, como si hubiera estado allí antes, aunque no pude evitar que el corazón me latiera aceleradamente cuando me acerqué a la puerta de entrada, tocado con mi boina roja.
Carlino, el sirviente de Don Carlos de tantos años -y el único italiano entre la servidumbre de palacio- fue quien me abrió e hizo pasar al vestíbulo de entrada.
Aunque había ascensor para subir a los pisos superiores, me brindó la posibilidad de ascender por la escalera, lo que me dio oportunidad de contemplar el magnífico fresco de la batalla de Lácar pintado en la pared en el último tramo de la escalera, junto a otros cuadros y objetos. Subiendo aquellas escaleras, sentía que me adentraba en la historia carlista.
Carlino me invitó a sentarme en el despacho del rey hasta que llegara la hora convenida, pues mi impaciencia, y el temor a ser impuntual, me habían hecho adelantarme algunos minutos. Acomodado sobre una de las sillas de la estancia, quedé abrumado ante la cantidad de objetos que allí se agolpaban, tanto en las paredes -enteladas con motivos florales- como por encima de muebles y mesas.
Sin apenas haber dispuesto de tiempo suficiente para observar todos aquellos recuerdos, doña Berta entró en el despacho, rezumando esa belleza e innata elegancia que la caracterizan y que ya había admirado en El Escorial cuando la conocí. Tras saludarme con extraordinaria amabilidad e interesarse por mi viaje, se ofreció a enseñarme las distintas estancias del palacio, mientras don Carlos ultimaba algunas obligaciones que le tenían ocupado.
Afortunadamente, tendría ocasión a lo largo del día de volver al despacho más tarde, acompañado de la Señora, y que fuera ella misma la que me explicara el origen de algunos de aquellos pequeños tesoros que me habían intrigado, entre ellos el retrato de don Juan de Borbón, padre del rey, preciosa acuarela en miniatura realizada por su esposa, doña Beatriz, excelente pintora. También me gustó contemplar la máquina de escribir en la don Carlos despachaba su correspondencia. El rey acogía con rapidez todas las innovaciones que se iban produciendo, como había notado ya al disponer el palacio de ascensor.
La primera visita, una vez iniciado el recorrido, no podía sino ser a la capilla privada del palacio, en la que en ese momento no estaba presente el Santísimo, lo que me permitió venerar el lugar sin despojarme de la boina que cubría mi cabeza. Tenía interés en no quitármela hasta que me viera el rey, pues me habían advertido que a don Carlos siempre le producía emoción especial verla en la cabeza de los españoles que le visitaban, por traerle recuerdos imborrables de sus días entre nosotros. Doña Berta, atenta a todo, y gran aficionada a la fotografía -aunque con talento regular para ello, según pude después comprobar viendo los resultados, a veces desenfocados- se ofreció a sacarme algunas fotos con su máquina Kodak que me sirvieran para mostrar el palacio a los lectores.
La capilla del palacio fue construida a expensas de la archiduquesa doña Beatriz, madre de don Carlos. Es pequeña de tamaño, pero ricamente decorada con pinturas de estilo bizantino, que parecen mosaicos. En ella celebra la Santa Misa el P. Micheli, franciscano y procurador de Tierra Santa en Venecia, que hace las veces de capellán de palacio.
En el tríptico del altar, en sendas hornacinas, se encuentran imágenes de la Virgen en el centro, y san Hermenegildo y san Fernando en los lados. Frente al altar hay cuatro reclinatorios de terciopelo granate: los dos de en medio para los señores y los laterales para las infantas. A la izquierda hay una riquísima bandera española artísticamente bordada, y a la derecha una bandera blanca, copia exacta de la de los guardias de Carlos X, que fue bendecida en Goritza sobre la tumba de Enrique V, así como una imagen del Niño Jesús de Praga, al que don Carlos profesa gran devoción desde su adolescencia en la capital checa.
Las paredes de la capilla están tapizadas de multitud de reliquias y objetos de gran valor, entre los que destaca una imagen de San Luis, rey de Francia, en seda de colores, bordada por doña María Teresa de Francia, más tarde duquesa de Angulema.
Al salir de la capilla pasamos al salón del billar y biblioteca, donde se agolpan libros escritos en varios idiomas y de una gran diversidad temática. Lujosamente encuadernados la mayoría, y muchos de ellos dedicados a don Carlos por parte de sus autores, sentí satisfacción al pensar que allí se pondría también el que llevaba como regalo al rey, un ejemplar bellamente encuadernado en piel, con la tapa gofrada en oro con el escudo de España, de “La Dinastía Carlista en la pintura”, que publiqué en 2020. El otro regalo que traía para don Carlos -un extraordinario retrato suyo pintado al óleo por mi esposa, Carmen Gorbe Sánchez, aún tardaría algunas horas en llegar pues, por su tamaño, sería un servicio especial de la propia compañía aérea la que lo traería desde el aeropuerto. Cuando se lo entregué al rey, ya bien avanzada la tarde, pude ver en la cara de Su Majestad no sólo la complacencia del retratado, sino también la admiración del amante de la buena pintura y gran entendido en arte que era don Carlos, asiduo de las Bienales que se celebraban en Venecia.
El salón del billar, llamado así por la gran mesa de tapiz verde de este juego que en él se encuentra, es una estancia amplia y con grandes ventanales al canal, en la que cabe también un piano vertical y varios otros muebles auxiliares. En este lugar es donde los reyes ponen un árbol con regalos para los miembros de la casa cuando llegan las Navidades. Con todo, lo que más me llamó la atención es la colección de animales disecados colocados sobre la biblioteca, y especialmente un mono que trepa por una rama, que fueron regalo de don Juan, que entre sus numerosas aficiones tenía la de ser un experto taxidermista.
Desde la biblioteca pasamos al Gran Salón, la estancia más importante del palacio, donde al poco apareció don Carlos. Saludar al monarca de nuevo me produjo un estremecimiento, no sólo por encontrarme en presencia del gran caudillo de la Causa, sino por la imponencia y majestuosidad que emana de la figura del rey, a las que resulta imposible sustraerse. Nunca agradeceré lo suficiente la amabilidad que mostró conmigo, y el cariño con que me recordó la visita al Museo Carlista de Madrid, que dijo tanto le había gustado: “Hace Vd. un gran servicio a nuestra historia y al mantenimiento en el recuerdo de tantos héroes que lo dieron todo por Dios, la Patria y la legitimidad”.
La estancia está presidida por un gran cuadro de don Juan de Borbón y Braganza, padre del rey, luciendo uniforme del ejército carlista. También destaca, junto a otros cuadros, un retrato del pontífice Pio X, patriarca que fue de Venecia y con el que don Carlos mantiene una estrecha relación.
La emoción que ya por entonces me embargaba llego a su culmen cuando, siguiendo con la visita, pasamos al llamado Salón de las Banderas, relicario en el que se acumulan tantos recuerdos, tantos sacrificios, tantos heroísmos, que el ánimo de cualquier carlista se siente como sobrecogido.
Banderas, espadas, monturas, condecoraciones, proyectiles, rodean en aquel salón al busto del rey. Allí se encuentra la bandera generala, con la imagen de la Virgen dolorosa, venerada reliquia que fue entregada por la Princesa de Beira a su nieto el príncipe don Carlos, y también los sables que él mismo utilizaría durante la última de las guerras carlistas.
Mirando las telas rasgadas de las enseñas españolas con sus distintos colores, con sus variadas leyendas, con sus símbolos guerreros o sus imágenes de la Inmaculada, resulta imposible no evocar a aquellos voluntarios que las tremolaron en los campos de Cataluña y Aragón; en las montañas vascas y en Navarra, y en manos de valientes castellanos, que fueron á guerrear al lado de su rey legítimo, abandonando la tranquila paz de sus hogares, sus carreras y fortunas, sin otra finalidad que la de servir a la Causa que consideraban estaba por encima de sus propias vidas.
No es menor tampoco la emoción al entrar en la sala llamada de Zumalacárregui y Ollo, los dos laureados generales muertos -uno en la Primera y otro en la Tercera Guerra- en análogas circunstancias, durante las operaciones de sitio de Bilbao. Significativo que el rey haya querido reconocer su gloriosa muerte dando su nombre a una de las estancias de palacio. De sus paredes cuelgan valiosos retratos, en los que destaca el del infante don Carlos María Isidro de Borbón, primer rey carlista, pintado por Vicente López Portaña, así como una preciosa bandera de La Vendée.
La Sala de las Batallas, siguiente estancia a la que nos acompañó don Carlos, está presidida por el gigantesco retrato del rey con su perro León, un retrato -cuyo autor desconozco- basado en una fotografía del fotógrafo veneciano G. Contarini y que constituye probablemente la imagen más icónica del rey Carlos VII y que, reproducida mil veces, hemos visto en tantos hogares carlistas. Cerca de él, sobre un caballete, un retrato de doña Berta, quizás obra de Ettore de Maria Bergler, de Alberto María Pietro Pasini o de nuestro Enrique Esteva, pues de todos ellos se encuentran retratos de doña Berta en Loredán, sin que tuviera oportunidad de preguntar a los Señores cuál de ellos era debido a cada artista.
La Sala de las Batallas recibe su nombre por los extraordinarios cuadros del pintor Enrique Estevan de batallas de la Tercera Guerra -Lácar. Montejurra y Dicastillo- realizados por encargo del rey al pintor, que se unió a las tropas carlistas del Norte durante la guerra de 1872 a 1876, siendo nombrado una suerte de “pintor de cámara” del rey.
Retirado momentáneamente don Carlos, por imperativo de sus ocupaciones, doña Berta tuvo la gentileza de mostrarme las otras dependencias del palacio.
El llamado Cuarto Indio, decorado al estilo oriental, tiene por su techumbre aspecto como si fuera de una jaima o tienda de campaña, y en él llama la atención una especie de armadura de samurái, o algo parecido, junto a jarrones, instrumentos y otros extraños utensilios a los que me resulta difícil incluso poner nombre.
El comedor, que doña Berta me mostró con especial complacencia y en el que comeríamos más tarde -en un almuerzo inolvidable con Sus Majestades, al que se añadieron el general Sacanell y don Francisco Melgar-, es de estilo rococó y evidente sabor dieciochesco, con un mobiliario algo recargado y algún velón de más. Más quizás que en ningún otro recinto de la casa, de palaciega sobriedad en general, allí se trasluce un cierto afrancesamiento borbónico en el estilo de los muebles, cuyo contrapunto fue la comida preparada por el cocinero español, guipuzcoano para más señas, cuyos guisos transportaban de inmediato a los sabores de la madre patria.
También el cuarto de baño, que me mostró doña Berta por no ser un aseo al uso, llama la atención por su suntuosidad, con arcos de herradura y techo en estrella que dan a la pieza un cierto estilo árabe.
Menos recargadas y mucho más funcionales son las estancias destinadas a las personas que constituyen el entourage más próximo de los reyes, y que se encuentran en la planta baja: el cuarto del gentilhombre de S.M, el despacho de la Secretaría. También, en la segunda planta, dormitorio de la Dama de la reina.
La primera de ellas, el cuarto del gentilhombre, el general Sacanell, sirve al tiempo de dormitorio, escritorio de trabajo y pequeña salita de reuniones, y en ella cuelgan diversos cuadros, entre los que pude reconocer uno de Enrique Estevan y un retrato de don Carlos.
En el despacho de la Secretaría, dominio de don Francisco Melgar, secretario del rey, la decoración es igualmente funcional, sobresaliendo en la pared frontal opuesta a la mesa de escritorio, el retrato del rey pintado por Carlos Vázquez, encargado por don Carlos -como los retratos de doña Berta y de don Jaime- cuando el pintor ciudadrealeño visitó Loredán en 1897.
La última de las habitaciones, que doña Berta tan gentilmente me enseñó por ausencia momentánea de su titular, fue el dormitorio de la Dama, habitación de la baronesa de Alemany, que con tanta dedicación atendía y hacía compañía a la Señora. La gran cama rococó con dosel, el armario del mismo estilo y las paredes enteladas dan personalidad a una habitación por lo demás relativamente despejada.
He mencionado antes el almuerzo inolvidable con el que los Señores agasajaron inmerecidamente mi visita. El mismo fue seguido del café, servido como era habitual en el Salón de las Banderas. Agradecí la oportunidad de volver a la sala que tenía para mí el mayor significado entre todas aquellas estancias.
A media tarde, Sus Majestades me invitaron a dar un paseo por la laguna en la lancha “Ondarroa”, junto a otros invitados suyos, con los que posteriormente acudirían al teatro La Fenice. Don Carlos había adquirido la motonave para sustituir a la suntuosa góndola que usaba anteriormente, pero que resultaba mucho menos funcional. Llamaba tanto la atención que el rey era inmediatamente reconocido por todos los venecianos en cuanto la veían.
Por mi parte me excusé de acompañar a los reyes y sus invitados a la velada, por entender que ya bastantes atenciones había recibido en una jornada tan intensa para mí, y que lo apropiado era una prudente retirada.
A la mañana siguiente, tras una noche inquieta poniendo en orden tantas emociones, acudí a Loredán a despedirme de los reyes, agradecerles una acogida que nunca tendré suficientes palabras para encomiar, y embarcarme en la motonave que me condujo de nuevo al aparcamiento en tierra firme, y de ahí al aeropuerto del que partía mi avión. Los propios reyes, acompañados de su fiel Carlino, tuvieron la gentileza de salir a despedirme hasta la puerta del palacio.
Ponía así punto final a mi visita a los duques de Madrid en el palacio Loredán de Venecia, en el que el que fue rey legítimo de España don Carlos VII vivió entre 1881 y su fallecimiento en 1909, y en el que se mantendría su esposa doña Berta hasta que, arruinada por los desastres de la Gran Guerra, tuvo que vender el palacio en 1919 a la actriz Lydia Borrelli, que contrajo matrimonio con Vittorio Cini, permitiendo que se perdieran muchos de los tesoros que habían visto mis ojos en aquella inolvidable visita.
P.D: El lector inteligente se ha dado cuenta de que el relato anterior es una pura ficción. Las fotografías del mismo -basadas en las publicadas en el álbum " Los señores Duques de Madrid en el palacio Loredán"-, han sido artesanalmente realizadas con mi torpeza natural (TN),a la espera de que llegue a estos pagos la inteligencia artificial (IA).
Nadie ponga coto al vuelo libre de nuestros sueños.
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