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Museo Carlista de Madrid

Unidad y división del Carlismo

Actualizado: 4 sept 2019


El golpe de mano de la camarilla liberal sustrayendo sus derechos como heredero del trono al Infante Carlos María Isidro propició en 1833 un problema sucesorio, cuya consecuencia fue una larga guerra civil de siete años. España quedó escindida entre los que defendían a Isabel y los que proclamaban los derechos inalienables de Don Carlos. La guerra acabó con la derrota de los segundos y el inicio de un largo exilio de la dinastía proscrita, que se mantendría durante prácticamente un siglo. Sus partidarios siguieron siempre considerándose detentadores de la legitimidad de la Monarquía Hispánica, y tachando de usurpadores a los tres reyes que durante ese lapso ocuparon el trono de España.


El problema, de apariencia dinástica, tenía un fondo de mayor calado. Lo que se dirimía en realidad era la continuidad de la nación española y su tradición nacional, asaltada por las ideas del liberalismo que habían llevado a cabo la Revolución Francesa. La que, guillotinando al Rey, mostraba no un deseo de acabar con el interesadamente llamado Antiguo Régimen -las palabras no son nunca neutrales-, sino acabar con el régimen que venía de antiguo en sentido verdadero, es decir, con el régimen político y social que se había mantenido durante siglos en las naciones cristianas.


El Carlismo, defensor de la tradición frente a las ideas revolucionarias, se apartó de la deriva que tomaba la sociedad española en su asimilación del liberalismo y se mantuvo en la defensa de la verdadera España frente a la impostura de la España liberal.


La dinastía carlista supuso el engranaje y mutuo refuerzo entre estos dos esfuerzos titánicos llevados a cabo por el pueblo español: defender la verdadera monarquía representada por el rey legítimo, y la verdadera España frente al asalto de la modernidad revolucionaria. Sólo esta alianza del pueblo carlista y la dinastía permitió en nuestro país la pervivencia durante más de ciento cincuenta años de esta resistencia, que sucumbió rápidamente en otros países de la Europa cristiana donde no se dio.


De ahí la trascendencia, en cuanto debilitamiento del Carlismo, que supuso la extinción de la dinastía legítima en 1936, con la muerte de Don Alfonso Carlos I, su último representante reconocido por todo el Carlismo. Y, todavía más, el torpe viraje ideológico protagonizado por Carlos Hugo de Borbón-Parma en fechas más recientes.


Desde un apoyo mayoritario por parte del pueblo español a la muerte de Fernando VII - que los historiadores imparciales reconocen hoy en día-, el apoyo social a lo que el Carlismo representaba fue decayendo a lo largo de ese siglo y medio. Declive perfectamente lógico por el inevitable desgaste de luchar contracorriente y por la acomodación a “la realidad” por parte de muchos sectores sociales.

Las dos Restauraciones monárquicas, la de 1875 y la de 1975, presentadas como regímenes de orden y aversión a las revoluciones -con r minúscula-, acabaron de reenganchar a muchos españoles a “la España real”, relegando la pretensión carlista al terreno de las quimeras o los simples Ideales, y reduciendo a una minoría cada vez más minoritaria a los que mantenían la secular resistencia.


Llegó entonces el Concilio Vaticano II y su deseo pastoral de reconciliar a la Iglesia con el mundo moderno mediante el aggiornamento. Una larga cadena de Pontífices desde Pio IX se había mantenido en armas contra las ideas que habían demolido el viejo edificio de la Cristiandad, y parecía llegado el momento de reconocer el status quo y salir al encuentro de la modernidad.

La Declaración Dignitatis Humanae, dando carpetazo en la práctica a la defensa de la confesionalidad de los Estados, fue la parte más visible y dolorosa de ese cambio de orientación. Suponía para el Carlismo la llegada del fuego enemigo al último de sus baluartes de resistencia y al más importante de los principios sagrados de su trilema de Dios, Patria y Rey.


Una parte del Carlismo y algunos de sus más respetados intelectuales, que llevaban más de un siglo defendiendo contra corriente al Rey Legítimo contra el rey de hecho, y a la España verdadera contra España sociológica, se vieron capacitados y en la necesidad de defender la genuina Doctrina Social de la Iglesia aunque fuera contra los postulados de la propia asamblea conciliar.

Para esos carlistas, todo el Magisterio Pontificio que sucedió al Concilio quedaba implícitamente en entredicho y bajo sospecha de contubernio con el mismo.


Los más atrevidos se sumaron a las posiciones del obispo Lefebvre, denunciando el conjunto de lo que había supuesto el Concilio, y en particular la reforma litúrgica que introdujo. Como efecto colateral, una parte del Carlismo se vio así arrastrado a dilucidar cuestiones completamente ajenas a la esfera de lo político. La disputa sobre la ortodoxia de la Misa o la reforma litúrgica conciliar, en sana doctrina tradicional hubieran debido quedar al dictamen de los doctores que tiene la Iglesia, sin que al Carlismo como tal le cupiera más papel en ello que atenerse a lo que la Iglesia resolviera. Y digo al Carlismo como tal, salvando por supuesto los planteamientos que cada persona, en cuanto fiel católico, hubiera querido defender.

La consecuencia ha sido una confusión entre el tradicionalismo político español y el tradicionalismo lefebvriano clerical, que en nada ha beneficiado al verdadero Carlismo.


Pasado más de medio siglo y cuatro papas desde entonces, la actitud de esa parte del Carlismo se mantiene hasta nuestros días. Es justo reconocer que algunas posiciones personales del actual Pontífice no ayudan a que haya variaciones. Pero tampoco las hubo cuando la Iglesia estaba regida por un papa hoy en los altares, como Juan Pablo II, o por “la mayor lumbrera teológica desde Santo Tomás" -a decir de muchos-, el papa Benedicto XVI.


Otra parte del Carlismo prefirió una lectura del Concilio a la luz de la Tradición y el Magisterio, en la línea promovida por los mencionados Juan Pablo II y Benedicto XVI, y no entrar en las disputas litúrgicas o canónicas. Como movimiento político católico se mantuvo naturalmente abierto a las orientaciones doctrinales del Magisterio -conservando lógicamente la capacidad de discernimiento-, y recibió con gozo muchos de los nuevos documentos pontificios, algunos de los cuales deben considerarse como verdaderas joyas dentro de la Doctrina Pontificia de los dos últimos siglos. Ahí están la Veritatis Splendor y la Laborem Exercens, por señalar dos que me vienen a la cabeza.


Una tercera parte del Carlismo, frustrado con el franquismo y el nombramiento de Juan Carlos como sucesor, acogió por contra la interpretación más progresista del Concilio como una invitación a reinventarse, y amalgamado con el Mayo francés y las modas ideológicas del momento, hizo un salto en el vació hacia la negación de todo lo que el Carlismo había representado hasta entonces.

Los mejores de ellos rehacen ahora sus pasos para reencontrar el verdadero Carlismo que nunca debieron abandonar, lo cual es una buena noticia. El resto ha caído en un sin sentido del que no vale la pena ocuparse, pues no se puede decir ser carlista, propugnar el Estado laico y la república confederal y pretender que uno está en su sano juicio.


Así las cosas, el Carlismo que durante casi dos siglos ha defendido el trilema de Dios-Patria- Rey, se ve en la tesitura de defender un inexistente Rey legítimo contra una monarquía reinante que se rechaza; una España añorada, contra la España que vemos todos los días; y una Teología Política que no parece ser abrazada por la Jerarquía eclesiástica ni el sucesor de Pedro. Demasiadas contradicciones para el común de los mortales.


El resultado de todo ello ha sido un una desconexión del Carlismo con los sectores del catolicismo social español, que han dejado de ver en él un referente y el conducto de canalización de sus aspiraciones políticas, como lo fue en épocas pasadas.

Y a partir de ahí, de este alejamiento del Carlismo de los problemas reales de los españoles, hay que hacer la reflexión sobre qué podemos hacer y cómo podemos acertar mejor en nuestra tarea de restauración social y política.


Para unos la respuesta no admite discusión: lo importante no es reconectar con los problemas de nuestro tiempo ni con el hombre actual señalando caminos, sino conservar la pureza de la Verdad como el más preciado bien -por eso los mayores enemigos son los que la contaminan y no los que la enfrentan- y resistir, resistir y resistir. Resistir contra todo -Papa incluido- y contra todos si es necesario, que Dios proveerá.

El Carlismo estaría llamado, según esta posición, a ser ese reducto de los últimos fieles de Israel, en los que no importa el número sino la perseverancia; la aceptación por parte de otros, sino la fidelidad a la Verdad poseída; la respuesta a las demandas del hombre de nuestro tiempo, sino la conservación de la pureza de la fe heredada.


Para otros la solución es menos simple y la primera pregunta abre otras muchas: ¿Cómo podemos reavivar la fe de los españoles y contribuir a la salvación de las almas de nuestros conciudadanos? ¿Cómo podemos regenerar el tejido social y reedificarlo sobre sus verdaderos fundamentos? ¿Cómo podemos reordenar la actividad política al Bien Común? ¿Cómo podemos hacer que las leyes positivas respeten la ley natural y divina? ¿Cómo podemos hacer que España -la entera Hispanidad- vuelva a ser una nación católica y misionera entre las demás naciones del mundo? ¿Cómo podemos rescatar a nuestros contemporáneos del naufragio de unas ideologías que conducen a la destrucción del hombre? ¿Cómo podemos denunciar las nuevas tiranías que nos oprimen? ¿Cómo podemos hacer nuestra manera de pensar atractiva y nuestro lenguaje comprensible en el mundo en que nos ha tocado vivir (o en el que Dios ha querido ponernos)?


La primera de las dos respuestas da lugar a un Carlismo de carácter doctrinal e ideológico, que se mueve fundamentalmente en el terreno intelectual, que está por encima de las contingencias políticas - a las que desprecia- y que tiene en los escritos su ámbito más propio de actuación.

Su lucha contra el progresismo religioso, que tiene su raíz en el Concilio y es visto como el origen de todos los males, ha acabado por condicionar su pensamiento carlista hasta el extremo de hacer inseparables la una del otro.

Su preferencia es escudriñar el mundo de las ideas, para encontrar errores que denunciar. Desvelar el sofisma y señalar la herejía, manteniendo así el depósito de la fe. Tarea en la que se aplican con especial fruición contra el afín, dado el riesgo de contaminación al que antes nos referimos.


La segunda pretende un Carlismo político en línea con su historia secular, manchado por las imperfecciones del combate cuerpo a cuerpo; atento a las oportunidades coyunturales; conocedor de que hay una distancia entre la teoría y la práctica; preocupado por el bien posible; defensor de todo interés legítimo; sabedor de que la comunicación requiere hacerse entender por la otra parte, de que el lenguaje, también en política, es sólo una forma de llegar al otro.

Su vocación es soplar en la pavesa humeante para tratar de devolver la llama, tirar de esa parte de verdad que hay en medio de los mayores errores, atraer al que busca con honestidad sin encontrar el camino.

Claro que en ello hay que evitar el riesgo de caer en "las campañitas piadosas" que tanto denostaba Manuel de Santa Cruz: No olvidando que la conquista del Estado es el camino más corto para la restauración social, y que la confesionalidad católica es la última meta a la que debe aspirar la comunidad política.


Los primeros tienden implícitamente a considerar la Tradición acabada, a la negación de la evolución social, a considerar la Verdad como un todo monolítico que puede poseerse en su integridad. Tienen la solidez, la coherencia interna y el atractivo de un Tratado de Patología Médica, si se me permite el símil.


Los segundos saben que la Tradición es un discurrir misterioso dentro de la Teología de la Historia que está en permanente construcción; que la Verdad es siempre susceptible de ser iluminada con nuevas perspectivas; que la validez de las propuestas y postulados de naturaleza política requiere la prueba del algodón de la realidad y de su aplicabilidad en el aquí y ahora. Tienen el valor de la Medicina Clínica, donde no hay enfermedades de libro, sino enfermos en los que las cosas nunca son exactamente como se describen en los manuales.


Todos estos planteamientos caben en un Carlismo que no sea concebido como una secta, y todos los carlistas que optan por una u otra actitud como vocación personal pueden contribuir a la lucha contra la Revolución si están animados por las virtudes teologales y cardinales, y si no traspasan ciertas líneas rojas (mantenerse dentro de la unidad y disciplina de la Iglesia es una de ellas).

Dios da diversidad de vocaciones, y no todo el mundo tiene que compartir una misma sensibilidad o preferencia personal a la hora de jerarquizar lo que a cada uno le parece más acuciante.


Junto a esta cuestión, que es la fundamental en la actual división del Carlismo, existen otras diferencias que son, en mi modesta opinión, mucho menos determinantes: el reconocimiento de uno u otro Abanderado, o la ausencia de abanderado alguno; el acento mayor o menor en el componente foralista y federalista del Carlismo; el distanciamiento mayor o menor respecto al conservadurismo liberal o la derecha nacionalista... Cuestiones todas ellas que, sin ser despreciables, no creo que se encuentren en la raíz de la actual división o, al menos, que constituyan barreras insalvables para el entendimiento.


Así las cosas, ¿es posible, o incluso deseable, la unidad del Carlismo?

Desde una perspectiva histórica no podemos hacernos muchas ilusiones respecto a la convergencia en una organización integrada y disciplinada. Salvo en las grandes crisis nacionales de carácter agudo, como fueron los dos experimentos republicanos, no parece haber sido esta la preferencia de los carlistas. Como buenos españoles somos mucho más partidarios de las guerrillas que del ejército. Naturalmente, siempre por buenas razones a juzgar por cada jefe de partida.


En todo caso, convendría mantener el clima cordial de colaboración, en lo que sea posible, y de aprecio mutuo.

A estas alturas, ya simplemente quererse poner una boina roja tiene su mérito, aunque debajo haya una cabeza con alguna idea confusa.

Al fin y al cabo, si los árboles no nos impiden ver el bosque, sigue siendo infinitamente más lo que une a todos los que se consideran carlistas que lo que les separa.


Por lo menos visto desde los ojos de nuestros enemigos. Que tienen la ventaja de vernos desde fuera y no andarse con tantos distingos.

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