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La perduración de la Corona



Los trapos sucios de Juan Carlos de Borbón desvelados recientemente, han dado lugar a un recrudecimiento de la ofensiva contra la monarquía, cuyo propósito último es la proclamación de la III República.

Ante estos ataques, el catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Rey Juan Carlos I, David Ortega, ha escrito en el diario El Mundo del 12 de agosto un artículo titulado “Defensa de la Monarquía, especialmente en España” que, sin ofrecer ninguna reflexión original, tiene la virtud de resumir los argumentos de los defensores de la actual monarquía constitucional y parlamentaria, que abarcan desde sectores del PSOE -no todos- hasta Vox.

Según el resumen del propio periódico, en su artículo “el autor plantea varias razones por las que a España le conviene esta forma de Estado: su neutralidad, su sentido de la ejemplaridad, su carácter permanente, su valor representativo y la estabilidad que ofrece”.

El artículo al que nos referimos empieza por confundir, como es habitual hoy, “la monarquía” como forma de estado con “la corona”, que es el simple remate, a nivel de la jefatura del estado, de un estado no constituido en realidad como monarquía, sino como democracia parlamentaria.

Y es que, hasta etimológicamente, monarquía y democracia parlamentaria son términos antitéticos.


Como forma de estado, la monarquía tradicional española -católica, federativa, social y representativa- era un entramado institucional piramidal basado en la existencia de corporaciones sociales y políticas autónomas en sus ámbitos de competencia, que empezaban en la familia e incluían desde los gremios o universidades hasta los municipios y las regiones, todos ellos constitutivos del reino e integrados federativamente en una unidad superior bajo la unidad de mando del monarca, cuyo ejercicio del poder -el rey reina y gobierna- no se ejercía individualmente por el monarca, sino a través de un conjunto de consejos y organismos públicos que representaban las distintas dimensiones del poder real: la hacienda, la justicia, la política exterior etc.

En ese entramado institucional, la personalidad o competencia personal de un determinado rey no suponía un quebranto para la monarquía como tal, aunque naturalmente se beneficiara cuando la figura del rey estaba a la altura de sus responsabilidades.

El poder real, con ser mucho, no era ni mucho menos un poder omnímodo, dado que se encontraba limitado por los derechos de esos organismos sociales -previos al mismo estado- expresados a través de fueros y costumbres jurídicas, y por el sometimiento -en una sociedad, como la española, constitutivamente cristiana- a la ley natural y a la ley de Dios, consideradas referencia última de la legitimidad de cualquier ley.


En la llamada monarquía constitucional o democrática, por el contrario, la estructura del estado está formalmente constituida por tres poderes supuestamente independientes, sobre los que el rey no tiene ninguna jurisdicción efectiva, dado que su figura esta desprovista de cualquier función ejecutiva y se restringe a la mera representación simbólica de la nación, como la bandera y el himno. Entre el estado y el individuo no existe nada, por lo que la nación se concibe como un mero sumatorio de ciudadanos colocados frente al poder del estado, que no tiene más limitaciones que las que resulten del equilibrio de poderes.

Carente de soberanía social representada por los cuerpos intermedios, la teórica división de poderes de la monarquía parlamentaria se acaba reduciendo a la omnipresencia de los partidos políticos, que terminan penetrando y controlando todos los poderes del estado, convirtiendo la democracia en partitocracia y a los ciudadanos en meros depositantes de una papeleta en una urna cada cuatro años.

A la postre y colonizados todos los recintos del poder, a los partidos les acaba sobrando la figura misma de un rey independiente de su decisión e influencia, por lo que inevitablemente se aspira a sustituirle antes o después por un jefe de estado salido de las urnas, es decir, de sus filas.


Lo dicho hasta ahora basta para justificar el calificativo de “república coronada” que el pensamiento tradicional asignó siempre a la monarquía constitucional, y para mostrar las diferencias de la misma con la monarquía hispánica que constituyó el hilo conductor de nuestra historia colectiva durante nuestros mejores siglos. Diferencias sustanciales que hacen que sea un abuso de la actual monarquía democrática -que irrumpe en el siglo XIX y tiene a sus espaldas una historia traumática- pretender legitimarse como continuidad de la monarquía tradicional española.


Los defensores de la monarquía parlamentaria arguyen, como el catedrático al que al principio nos referíamos, la neutralidad, el sentido de la ejemplaridad, el carácter permanente, el valor representativo y la estabilidad que ofrece la corona como principales razones para que la jefatura del estado sea ocupada por un rey y no por un presidente de la república. El rey, al no resultar elegido por los partidos, estaría a resguardo de los intereses partidistas y sus corruptelas, del cortoplacismo, de las divisiones de bandería, y de los vaivenes -cuatro presidentes de la I República en once meses- de la política partidista. Argumentos todos ellos que comparto -porque yo, a diferencia de algunos correligionarios y vista nuestra experiencia histórica, prefiero la “república coronada” que la república a pelo-, pero sin entender por qué todos esos atributos de permanencia, neutralidad, continuidad etc se desean sólo para la jefatura del estado y no para el resto de las instituciones de la nación. ¿O es que lo que es malo para la jefatura del estado es bueno para el presidente de una diputación, el rector de una universidad, el consejo de administración de una televisión pública, o los miembros del tribunal supremo?

Si la partitocracia es un cáncer que se opone a la neutralidad, ejemplaridad, continuidad, permanencia y representatividad de una institución, ¿por qué no se denuncia el mal, en lugar de pretender simplemente poner a resguardo de él a la jefatura del estado? ¿No sería más lógico, asegurar esos mismos atributos, por ejemplo, en la presidencia del gobierno o la del del tribunal constitucional, de las que dependen decisiones trascendentales para el bien común de la nación?


Las claves para la perdurabilidad de la corona en una monarquía democrática, se dice, son la ejemplaridad y acierto de la figura del rey –“acierto”, no se olvide, evaluado por las oligarquías partitocráticas-, la utilidad y transparencia económica de la institución, y su prestigio en términos de opinión pública. Pero aún con todo ello, la corona estará siempre cuestionada por unos sectores que no consideran compatibles con una democracia avanzada los privilegios de sangre y las legitimidades ajenas a las urnas, y que además consideran a las familias reales en general, y a los Borbón en particular, como irremediablemente marcados por la corrupción y el despotismo. Sectores que exigen, en definitiva, que las premisas sobre las que se asienta la democracia moderna lleguen a sus últimas consecuencias, y que la bolita en la pendiente ruede hasta el final, sin pararse a mitad del camino.


El llamado “principio de correlación orgánica” enunciado en el siglo XIX por el sabio anatomista Cuvier, uno de los padres de la paleontología, establece que la relación existente entre los diversos órganos, piezas y estructuras que forman un ser vivo, es de tal forma que un animal no solo puede ser reconocido por cualquiera de ellas, aunque esté aislada, sino que a partir de ella se puede inducir como serán las demás piezas que lo compongan. Es decir, que existe una coherencia anatómica, una "correlación orgánica" por la cual un animal no puede tener garras de carnívoro y dentición trituradora de herbívoro.


De forma análoga, también en política existe un "principio de correlación orgánica", por el cual los principios liberales y revolucionarios en los que se apoya la democracia moderna son, por lógica interna, incompatibles no sólo con la monarquía, sino también con la corona.

Los valores y criterios en los que se educa hoy a la población española y que empiezan a predominar en una parte de la misma -el igualitarismo antijerárquico, el individualismo, la reclamación de derechos sin contrapartida de deberes, el agnosticismo religioso y el relativismo respecto a la verdad, el emotivismo irracional, el desarraigo respecto a nuestra propia tradición etc- reclaman coherencia en los términos planteados por el principio de correlación orgánica, y piden por eso una determinada forma de organización política, mucho más cercana a la república que a una monarquía.


Si a eso se añade la deformación sistemática de nuestra historia a la que están sometidas las nuevas generaciones, aún está más claro lo que podemos esperar, a menos que cambiemos el rumbo.


La "república coronada" siempre corre el riesgo de que los republicanos decidan prescindir del ornato de la corona. Al fin y al cabo, la misma figura de un rey siempre será un cuerpo extraño para la ideología democrática, que tiene en la igualdad de todos los ciudadanos y en la legitimidad exclusiva procedente de las urnas dos de sus principios identitarios.

Algunos se tranquilizan pensando en los requisitos que la Constitución vigente exige para un cambio de forma de estado, que lo harían prácticamente inviable en las actuales circunstancias, y ven en ello la salvaguarda de la continuidad monárquica. En mi opinión, se trata de una confianza ingenua y carente de conocimientos sobre nuestra historia contemporánea. Convendría recordar cómo acabó el reinado de varios borbones en los dos últimos siglos, y qué poco significaron las leyes ante la turbamulta y las pasiones populares exaltadas. No se olvide que el mismo pueblo que recibió con palmas a Jesucristo el Domingo de Ramos fue el que gritó "¡Crucifícale!" sólo unos días después, animado por los agitadores. Unos pocos titulares de prensa y programas televisivos han bastado para trasformar a Don Juan Carlos de héroe a villano.


Felipe González y otros con él, defienden que la cuestión sobre la monarquía es en realidad irrelevante, pues el verdadero debate sería sobre la calidad de la democracia, argumentando que buena parte de las democracias más avanzadas del mundo tienen un rey o reina a la cabeza.

En parte estaría de acuerdo con él, porque el verdadero debate debería ser sobre los males de nuestra democracia y, más específicamente, sobre su degeneración en una partitocracia anuladora de las energías nacionales que está conduciendo a la ruina, en todos los órdenes, a la sociedad española.

Aunque mucho me temo que, en el fondo, no dejaría de ser un debate sobre la forma de estado, porque frente a la falsa democracia, no hay más alternativa que la verdadera monarquía.


Los que quieran defender a España de una República, con el siniestro bagaje del que en nuestra historia han venido siempre acompañadas, harían bien en entender el principio de correlación orgánica, y los polvos que han traído estos lodos.


No se trata sólo de tener un rey impoluto, exigiéndole lo que probablemente no se le exige a ningún otro hombre. Sino de no tener miedo a señalar el origen del mal, y a empezar la tarea de hacerle frente.



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