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Museo Carlista de Madrid

La profecía del cardenal Ratzinger



“La Iglesia de mañana será pequeña, y en gran medida tendrá que comenzar desde el principio. Ya no podrá llenar muchos edificios construidos en tiempos de esplendor. Junto con el número de fieles perderá muchos de sus privilegios en la sociedad. Se presentará sobretodo como una comunidad a la cual se ingresa solo por una decisión voluntaria. Como comunidad pequeña exigirá mucho más la iniciativa de sus miembros. Seguramente adoptará nuevas formas en su ministerio y ordenará sacerdotes a cristianos probados profesionalmente. Será una Iglesia de una espiritualidad más profunda…Pero de esta Iglesia más espiritual y sencilla brotará una gran fuerza. Porque los hombres de un mundo completamente planificado padecerán de una soledad indecible. Cuando Dios desaparezca de sus vidas experimentarán su total y terrible pobreza. Así pues descubrirán la pequeña comunidad de creyentes como algo completamente nuevo, como una esperanza, como una respuesta que en lo oculto siempre estaban buscando”

Prof. Joseph Ratzinger, 1969


He guasapeado este texto profético del entonces cardenal Ratzinger a un grupo de amigos, todos ellos católicos covencidos.

Sus respuestas han alabado unánimemente la clarividencia del hoy Papa emérito dibujando un panorama a la vez sombrío y esperanzador para la Iglesia de este siglo XXI. Pero lo que más me ha llamado la atención ha sido la respuesta de un buen número de ellos, a los que parece haber gustado el horizonte que se avecina, con expresiones como “Pues me parece muy esperanzador” o “Qué bonito!”.

Sin duda en su piadoso fervor les ha parecido muy atractivo pensar en una Iglesia a la que se pertenece sólo porque se desea, llena de iniciativa de sus miembros, de profunda espiritualidad y que irradiará fuerza en su sencillez, siendo puerto de abrigo frente a las inclemencias del mundo. Y si para ello sólo hay que perder “privilegios”, la proposición resulta atractiva.


Muchos católicos españoles viven en este buenismo, incapaz de ir más allá en el entendimiento de las implicaciones de lo que Ratzinger está anunciando. Porque el hoy Benedicto XVI cuando habla de perder “privilegios en la sociedad”, no está hablando de que los inmuebles eclesiásticos estén exentos de IBI, o no está hablando solamente de eso.

Los “privilegios en la sociedad” de los que goza la Iglesia son los restos que sobreviven de lo que fue la Cristiandad, es decir, la Civilización Cristiana que la Iglesia alumbró a lo largo de estos dos mil años, y que ahora quedarían anulados al tener que “comenzar desde el principio”. Fue ese régimen de Cristiandad, resultado de la cristianización de las sociedades y no sólo de los individuos, el que propicio el reconocimiento del valor sagrado de toda vida humana y la igualdad de todos los hombres en su dignidad esencial, con sus implicaciones respecto a la protección del no nacido, la abolición de la esclavitud, la abolición de la eutanasia, el suicidio y la pena de muerte. Fue esa Cristiandad la que estableció un fondo de valores común en la sociedad, mediante la educación de la juventud, que hizo posible la moralidad pública, la protección de la propiedad, la justicia social distributiva y la protección de los más desfavorecidos, la dignidad de la mujer, la honestidad en el desempeño de la función pública, el respeto a los ancianos, y todo lo que es resultado de asimilación social de los “Mandamientos de la Ley de Dios”.

Desaparecidos éstos, como me declaraba un amigo que trabajaba en El Corte Inglés, “no hay cámaras suficientes en el mundo para evitar que nos roben en nuestros almacenes”.


Si la Iglesia queda reducida a una pequeña minoría de creyentes, por muy fervorosos que sean, no sólo veremos nuestros actuales templos convertidos en museos, auditorios, restaurantes o Centros de Salud, como desgraciadamente va ocurriendo en un número creciente de casos, sino que desaparecerán las manifestaciones públicas de nuestra fe. Veremos una Navidad convertida en simple fiesta del consumo, sin referencia alguna al nacimiento de Cristo, cuya mención será considerada políticamente incorrecta, y lo mismo ocurrirá en la Semana Santa, fiesta de la Primavera, en las que las Procesiones, si subsisten, serán declaradas de interés turístico, como la celebración del Solsticio en la cumbre del Machu-Pichu. Desaparecerá el calendario cristiano, con sus celebraciones de la Inmaculada, el Corpus Christi o Santo Tomás, patrón de los estudiantes, que dejará para ellos de ser día de vacación; y todo ello será sustituido por el Día Sin Tráfico, Día del Orgullo, Día del Agua, Día Contra el Cambio Climático y otras conmemoraciones similares. Nuestros hijos dejarán de recibir enseñanza religiosa en las escuelas, y se preguntarán al ver un cuadro de Fra Angelico por qué ese señor lleva alas. Crecidos sin educación moral -e imbuidos del adoctrinamiento del Estado sin Dios- desconocerán las virtudes que ordenan el comportamiento ético del hombre, y su conducta estará regida solo por las obligaciones legales y la vigilancia de la autoridad, lo que retroalimentará la tentación totalitaria del poder.


Sin proyección social de la fe, las leyes estarán meramente al albur de las mayorías o de los que ejercen el dominio, que las usarán para su beneficio. La moral pública será meramente utilitarista, y el poder será el único capacitado para dictar lo que está bien o mal en cada momento. Sin Ley de Dios el estado deviene necesariamente en totalitario, porque controlará todo lo concerniente a nuestras vidas, y absolutista, porque será la última instancia absoluta.


Y como no es lo mismo el paganismo que la apostasía, esa Iglesia reducida a una pequeña comunidad de creyentes estará permanentemente bajo vigilancia y escrutinio, para evitar que trate de influir en contra de los nuevos consensos de progreso.


Hay muchos católicos en España que siendo piadosos católicos, no parecen apreciar ni valorar la proyección social y política de su fe, ni se sienten llamados a defender esa obra de la Iglesia que ha sido la Civilización Cristiana o la Cristiandad, de la que parecen haberse quedado sólo con la idea de las pinacotecas vaticanas, a las que entienden que quizás en estos tiempos haya que renunciar.

Son, por cierto, esos mismos católicos los que ven con malos ojos que los católicos se metan en política en nombre de su fe; los que rehúyen la confesionalidad de las instituciones sociales; los que creen que es malo invocar razones religiosas o de orden moral para denunciar leyes injustas…


De la profecía de Ratzinger les gusta la intensa espiritualidad de esa pequeña comunidad de creyentes, pero parecen olvidar que el precio a pagar habrá sido un mundo sin Dios “completamente planificado” - ¿por quién? -, que conducirá al mismo hombre a “una soledad indecible”.

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