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  • Museo Carlista de Madrid

La Iglesia vaciada

Actualizado: 28 feb



Parece ser que los obispos españoles están preocupados por la disminución del número de asistentes a las misas dominicales después del confinamiento. Lo han notado también en la bajada de la recaudación en los cepillos de las iglesias. Y la cuestión preocupa. La caída podría llegar a un 20-30%, aunque no se conocen datos precisos al respecto.

Es ya un lugar común decir que el coronavirus ha cambiado nuestras vidas, y que algunos cambios han llegado ya para quedarse. Son frases hechas y tópicas que se repiten en los periódicos. En mi opinión, sin embargo, no hay nada que haya venido para quedarse que no estuviera ya de alguna forma presente. Y, desde luego, muchas cosas que han venido, se irán por la misma puerta cuando “esto” pase: mascarillas, geles, distancias sociales y, si Dios quiere, el señor Fernando Simón y su careto estremecedor.

Lo que si ha hecho el coronavirus, es acelerar algunas tendencias prexistentes, es decir, adelantar de alguna manera el futuro previsible. Por ejemplo, las compras por internet, el teletrabajo, la explosión de las redes sociales, el dominio de las cinco grandes tecnológicas, la tendencia de los poderes a controlar nuestras vidas y dictar nuestros comportamientos… y el vaciamiento de las iglesias.

La tendencia al vaciamiento de las iglesias viene observándose, de manera constante, desde hace ya bastantes años. Los españoles, que hace algunas décadas constituíamos la “reserva espiritual” de Occidente junto con irlandeses y polacos, nos hemos ido “europeizando”, y con ello abandonando la religión y la práctica religiosa. No llegamos a los niveles de los países nórdicos -a los que siempre queremos, por lo visto, parecernos-, donde el cristianismo practicante es ya solo testimonial, pero nos acercamos ya a la ex católica Francia, donde los niveles de práctica religiosa empiezan a ser también exiguos (entre los cristianos, me refiero).

Las iglesias españolas van despoblándose, y encontrar en ellos un menor de cuarenta años, o incluso varones, empieza a ser raro. Entre la juventud, la asistencia regular a la misa dominical debe andar por el 10%, si llega, y los que se declaran creyentes han ido bajando desde el 90% de hace todavía pocos años, a porcentajes que ahora están por debajo del 50% en ese segmento de población. En una reciente encuesta de World Vision y Barna Group, a la pregunta sobre la importancia de la dimensión religiosa en sus vidas, el 60% de los jóvenes entrevistados responde que poco o nada.

Tampoco el panorama de los curas es mucho más alentador. Rara avis es un celebrante que baje de los sesenta, o de los setenta, o incluso de los ochenta…es decir, sacerdotes jubilados que siguen al pie del cañón, por aquello de que falla la “tasa de reposición”. Los seminarios están vacíos, las congregaciones religiosas subsisten gracias a las vocaciones de los países subdesarrollados y los pueblos se quedan sin cura que les diga misa, es decir, en situación análoga a la que antes oíamos contar de los países de misión, donde los fieles tenían que andar 30 kilómetros para recibir los sacramentos.

No voy a entrar en las causas de todo lo anterior, porque desde luego que deben ser múltiples y complejas. Sólo señalo que van en paralelo con la proliferación eclesiástica de planes pastorales, comisiones de trabajo, documentos consensuados y deseos de los obispos, y más que obispos, de resultar simpáticos a nuestros conciudadanos, especialmente a los más alejados de la Fe.

En este contexto, el coronavirus no ha cambiado nada, pero si puede haber acelerado las cosas, es decir, la progresión hacia una “iglesia vaciada”, y en esto si que podemos descubrir algunas responsabilidades.

La primera señal de alarma la noté en la actuación de un coadjutor de la iglesia que me hace de parroquia cuando ando por tierras del sur. El sacerdote, un hombre grueso, tosco y descuidado en las formas, advirtió a los feligreses, allá por los prolegómenos de la pandemia y antes del confinamiento, que no estaba dispuesto a dar la comunión en la boca, porque tenía derecho a protegerse y no ser contagiado. Reclamaba sus derechos frente a los derechos de algunos fieles que invocaban su derecho a recibir la comunión en la boca y sus reticencias a hacerlo en la mano. Se trataba al parecer de un conflicto de derechos. Al escuchar la pasión con la que el sacerdote reclamaba el suyo a no ser contagiado, pensé para mis adentros: claro, de Molokai ni hablamos. Me recordó quizás aquel chiste en el que un hombre saca a bailar a una señorita:

-¿Quiere usted bailar conmigo?

-No

-Entonces supongo que de acostarnos ni hablamos...

Con el buen cura pasaba lo mismo: si rehuía el riesgo de contagio al dar la comunión, ya de atender a enfermos de lepra en Molokai, supongo que ni hablamos.

Después vino el confinamiento y el cierre de las iglesias y la suspensión de los sacramentos. El trabajo de los curas -sanar las almas- no fue considerado “trabajo esencial”, y nuestros obispos aceptaron de buen grado y con plena sumisión todo aquello. Tampoco era el momento de organizar plegarias y rogativas como antaño. Un bien superior, la salud de la población, justificaba todos los sacrificios, incluido el del culto divino. Los sacerdotes deberían seguir diciendo sus misas en privado, y los fieles no habría ningún problema porque podrían seguir la Eucaristía desde sus casas, en la televisión, por internet, o incluso por la radio.

La situación era excepcional y lo primero, la salud de todos, era lo primero. Lo importante era seguir las recomendaciones del Ministerio de Sanidad -el “Ministerio de la Verdad” orweliano-, que se convirtió en gran administrador apostólico: cuándo podrían abrir las iglesias, con qué aforo, en qué horarios y con qué ritual: mascarillas, pasillos, señalizaciones, espaciamiento en los bancos…

Los obispos completarían el cuadro con más instrucciones sanitarias: circulación para acercarse a recibir la comunión, extensión de los brazos para la distancia de seguridad con el sacerdote, mamparas en los confesionarios (en los pocos que siguen funcionando), y sustitución del signo de la paz por una pequeña inclinación de cabeza, o un guiño a la señora de al lado.

En España fueron muy pocas las voces episcopales -y las pocas que fueron, como la del obispo Reig Pla, merecen nuestro reconocimiento y afecto más encarecido- que se dieron entonces cuenta de lo que todo aquello significaba, del mensaje que se estaba dando a la feligresía, como se dice ahora, con tanto anteponer la salud y tanta sumisión a los dictados del gobierno orweliano.

El primero, naturalmente, que la salud es lo primero, y ante ello, todo lo demás tiene que ceder, incluido el culto divino y los derechos de Dios. Un mensaje sin duda novedoso en la historia de la Iglesia, y que de haberse conocido antes hubiera ahorrado mucho mártir en el Coliseo y mucha madre Teresa atendiendo moribundos contagiosos.

El segundo, es que el gobierno tiene autoridad para abrir y cerrar iglesias y para disponer el orden interior en las mismas. Y si el gobierno puede decidir que no se pueden hacer procesiones el día del Corpus en el atrio de la iglesia, supongo que con más motivo se le está legitimando para que mañana disponga quitar el crucifijo de las escuelas o prohibir la celebración en las calles de la Semana Santa.

El tercero, es que, ante el bien superior de la salud, internet o la televisión suplen sin problema a la asistencia y participación directa en los sacramentos. Y, que duda cabe, acaba hasta resultando más cómodo: elijo horario, oigo misa en un sofá, y hasta me paso de un canal a otra si el cura me aburre en la homilía. ¡No digamos ya la ventaja que tendría para las confesiones!

Conclusión: una parte de los católicos españoles que tenían el hábito de la asistencia dominical a misa, han perdido esa rutina durante el confinamiento, que ha sido suficientemente largo -casi cuatro meses- como para hacernos cambiar de hábitos. Y una vez pasado el mismo, casi como que se han acostumbrado ya a que ir a misa pueda ser un poco como a la carta y un poco como cuando apetece.

A ello se suma el que, tantas medidas de seguridad, tanta distancia en los bancos y tanto gel hidroalcohólico en las iglesias hace que, ¿quién no?, todos pensemos que en las iglesias es uno de los sitios donde hay más riesgo. Total, que lo voy dejando, que por ahora no voy, que no quiere decir que haya dejado de ir a misa…

Así a lo tonto, y aún cuando este resultado estuviera lejos de lo que pretendían los obispos con sus recomendaciones, lo cierto es que hemos acortado algunos años en nuestro caminar hacia una iglesia vaciada. Lo que se nota también en la recaudación de los cepillos. La situación es preocupante.

Hace algunos meses escribí un artículo al que titulé “la profecía de Ratzinger”, que el lector podrá encontrar en este mismo Blog. Se trataba de la visión profética de un espíritu privilegiado, como el del papa emérito, sobre el futuro de la Iglesia en Europa. Algunos acogían ese panorama con alborozo -una iglesia minoritaria pero fervorosa-, y a otros se nos helaba la sangre: una Cristiandad en ruinas y un mundo mayoritariamente sin Dios.

La iglesia vaciada no es solo una tragedia para la Iglesia y para los creyentes. Es una tragedia, de incalculables consecuencias, para la humanidad, para las almas. Y será el fin de España como nación.

Cada uno haría bien en reflexionar sobre su papel y sus responsabilidades.

No hay motivos para el optimismo, y pocos para la esperanza humana. Pero si para avivar la esperanza virtud teologal. Dios ha vencido al mundo, y Él sabrá sacar bien del mal: omnia in bonum.

Solo Dios basta.

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