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Museo Carlista de Madrid

Democracia y coronavirus: el riesgo totalitario


Ese modelo de sabiduría jurídica, moderación y buen sentido que fue Juan Vallet de Goytisolo, explicaba en las tertulias de los martes de Editorial Speiro, como la democracia puede devenir en un régimen totalitario y absolutista. Y los numerosos ejemplos históricos del siglo XX y lo que llevamos del XXI lo confirman. La Rusia estalinista, la Alemania nacional-socialista, la Cuba castrista o la Venezuela bolivariana no son sino algunos de ellos.


El liberalismo proclama que la verdad no es más que la opinión de la mayoría, negando la existencia de una verdad objetiva basada en la naturaleza de las cosas. Las leyes no son justas o injustas per se, sino que serán válidas siempre y cuando respondan a la voluntad de la mayoría numérica. Los individuos son soberanos, y ceden su soberanía al Estado que les representa para que organice en su nombre la vida social. A partir de ese momento, el Estado queda empoderado para determinar lo que está bien o está mal, y lo que los ciudadanos deben, o incluso pueden, hacer. Cualquier otra referencia en la vida social es considerada ilegítima, sea la de la consideración de un orden moral externo derivado de una ley divina, la apelación a un derecho natural que proclama la existencia de derechos y realidades previas al propio Estado, o incluso la mera la invocación a la dignidad humana. El Estado es el tribunal de última instancia, el supremo juez, ante cuyas determinaciones no cabe recurso alguno. Se convierte así en un poder absoluto, no limitado en sus decisiones más que por la mayoría en las que basa su poder. A su lado palidece el “absolutismo” de la monarquía de Luis XVI o de los antiguos zares, con muchísimas más limitaciones de hecho y de derecho que las que tiene el moderno estado liberal cuando opta por la deriva absolutista.


El Estado absolutista es también un estado totalitario. Y lo es por la misma razón, porque su soberanía no está esencialmente limitada por ningún otro poder, lo que le permite invadir todas las esferas de la vida social, legislar sobre cualquier materia, invadir con su presencia cualquier ámbito de la vida social, sea público o privado, ocupándose de la totalidad de nuestras vidas.


La formación del gobierno de Pedro Sánchez dio entrada a partidos y personas cuyas ideas de fondo totalitario se han puesto rápidamente de manifiesto. Al “los hijos no son de los padres” inicial, ha seguido, amparado por el coronavirus, un torrente de medidas y actitudes que avisan, sin ambages, de ese fondo absolutista y totalitario al que nos referimos. El Estado, amparado en la Salud Pública, ha impuesto normas que han decidido si podemos salir de casa, llevar a nuestros hijos al colegio, desplazarnos a una segunda residencia o sacar a pasear al perro a mayor o menor distancia de nuestro portal. Y también se ha auto-autorizado a seguir nuestros movimientos a través de los teléfonos móviles, decidir qué pacientes no serán admitidos en las UCIs por su edad, si podré despedir a un trabajador que trabaja en mi empresa o qué preguntas pueden hacer los periodistas en una rueda de prensa. Y todo ello bajo la amenaza de multas y sanciones que podrían llegar a penas de cárcel.


También han aflorado durante la actual crisis dos de las características de los modernos totalitarismos. La primera es la emergencia de una élite cuyos derechos y prerrogativas están por encima y al margen de los de los ciudadanos corrientes: todos deben guardar cuarentena, salvo los miembros de la Nomenklatura; nadie podrá trasladarse a una segunda residencia, salvo los familiares del presidente del gobierno; la sanidad pública es la única que debe existir, salvo la sanidad privada necesaria para que vayan los miembros del partido cuando enferman. La segunda es la existencia de una verdad oficial incontrovertible, construida desde el poder y a la que se exige sumisión total. Los disidentes no defienden simplemente ideas diferentes, sino que ponen en riesgo la seguridad colectiva, atentan contra la democracia o mantienen actitudes antisociales. En China, donde van por delante en este camino, un médico que hizo la llamada de alerta sobre la existencia de un nuevo virus, fue arrestado por propagar mensajes contrarios a la seguridad pública. En España algo similar se ha pretendido hacer con Intereconomía TV, acusada de difundir bulos por dar a conocer noticias que no están conformes a las mentiras oficiales.


La crisis del coronavirus ha sacado a relucir los riesgos de totalitarismo y absolutismo del estado moderno. Podrá argumentarse que la salud de todos es lo primero, pero incluso con este argumento convendría tener cuidado: qué es “sano” o “insano” puede llegar a ser una cuestión muy discutible en un mundo en que todo se deja al poder de la mayoría. La “salud social” ha sido uno de los argumentos preferidos de los totalitarios -basta recordar el Comité de salut public de Robespierre o la Revolución Cultural de Mao Tse Tung- para guillotinar o ingresar a los que atentaban contra ella en campos de concentración o en reformatorios psiquiátricos.


No estoy en desacuerdo con que tengamos que quedarnos en casa para evitar la expansión de los contagios de coronavirus, que se suspendan las clases o que se limiten los desplazamientos entre zonas del país. Pero me preocupa la naturalidad con la que se asume que el Estado podría decidir realmente lo que le diera la gana, y a nosotros no nos cabría más que aceptarlo. Y me preocupa el gusto, que creo adivinar, con el que el Estado pastorea a la sociedad, indicándonos en cada momento lo que debemos pensar, lo que debemos saber e, incluso, cómo nos debemos sentir o cuál convenga a la "salud pública" que sea nuestro estado de ánimo. Como las cifras de afectados y el aparente poco impacto del confinamiento en nuestras casas podría desanimarnos, se cambian los criterios para reportar las cifras o se explica que lo importante es una R de la que no habíamos oído hablar hasta ahora. Necesitamos estar motivados, porque unidos podemos vencer al virus.


Y me acuerdo de Juan Vallet de Goytisolo: las democracias liberales tienen siempre el riesgo de una deriva hacia el Estado totalitario y absolutista, de la que conviene ser conscientes.

Especialmente cuando el gobierno está formado por un grupo de autoproclamados oráculos del progreso de la humanidad.

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