Hace unos días en una tertulia televisiva, el ex-ministro del PP García Margallo excluía a Vox de las fuerzas constitucionalistas, considerando que en el fondo eran carlistas. Se basaba para ello en la concepción que, según él, tiene Vox de la historia de España. Y no veía obstáculo para su afirmación en el hecho de que el Carlismo siempre se proclamó fuerista y regionalista, mientras que Vox se declara partidario del Estado unitario y pide la anulación de las actuales Comunidades autónomas.
En el extremo contrario, se hallan los que identifican al Carlismo con los modernos nacionalismos.
En la reciente reunión de relanzamiento del PP vasco se hablaba del foralismo que pretendía introducir su líder Alfonso Alonso en el programa del partido, que acercaría así al PP del País Vasco a las posiciones de corte carlista del PNV.
Algunos comentaristas han visto en la coincidencia geográfica de las zonas con mayor voto nacionalista con lo que fueron históricamente los territorios más carlistas, la prueba de la relación del nacionalismo separatista con el Carlismo. Así, por ejemplo, la periodista Conxa Rodriguez-Vives escribió en el diario El Mundo de 17 de septiembre de 2017 al analizar esta cuestión: “La doctrina independentista -o soberanista como prefieren llamarla ellos- conlleva similitudes con la carlista, el movimiento absolutista y reaccionario del XIX, y viene a ser el nuevo neocarlismo”.
Un colaborador del programa de radio Herrera en Cope se refería este 1 de octubre a los nacionalistas vascos y catalanes como "los carlistas del norte y los carlistas del Este"
Los anteriores ejemplos sirven por si mismos para evidenciar la profunda confusión existente en torno a la naturaleza del Carlismo, y específicamente en lo que se refiere a sus propuestas sobre la organización política territorial de España. Un Carlismo que durante el siglo XIX defendió bajo la bandera de Dios-Patria-Rey la tradición española contra los principios liberales de la Revolución Francesa, y que durante la última guerra civil aportó decenas de miles de combatientes requetés enarbolando la bandera rojigualda que habían puesto como condición para sumarse al Alzamiento.
Una parte de este confusionismo reinante es debido al desviacionismo ideológico surgido en el propio Carlismo desde finales de los años 60 del siglo XX, cuando una parte del mismo sustituyó el foralismo tradicional por un explícito nacionalismo. El príncipe Carlos Hugo de Borbón-Parma, valedor de la sorprendente transubstanciación del Carlismo en ésta y otras materias, escribió: “El Partido Carlista defiende el derecho a la autodeterminación de los pueblos. El Partido Carlista nació por la defensa de este derecho”. Y su hermana María Teresa refrendó: “(los carlistas) son el partido de las nacionalidades”.[i]
Esta locura de unos cuantos señores, que tuvieron la desfachatez de seguirse llamando carlistas, es una de las razones, junto a la falsificación de la historia de nuestros siglo XIX amparada por los nacionalistas periféricos, por la que el Carlismo es mirado hoy con perplejidad y desconcierto por la mayor parte de los españoles, que no saben a qué atenerse cuando se les habla del Carlismo.
El debate sobre la estructura política territorial ha venido a ponerse de nuevo de actualidad, tanto por el desafío independentista como por la irrupción de Vox reivindicando la reversión del llamado Estado de las Autonomías.
Ignacio Camuñas, ministro de UCD en la transición y hoy próximo a Vox, escribía recientemente en ABC (24 de septiembre de 2019): “Proseguir con la cantinela, muy al uso, de que el Estado de las Autonomías ha sido un éxito constituye en realidad una burla a la ciudadanía… El Estado autonómico no solamente está poniendo en riesgo permanente la estabilidad y la unidad del país, sino que ha derivado en un tinglado inútil para nuestro progreso y bienestar”. Y concluía: “Satanizar el Estado unitario para canonizar al Estado autonómico ha sido quizás uno de los más graves errores de la transición. Rectificar es de sabios”.
Los argumentos de Vox merecen sin duda consideración. España está lastrada por una gigantesca deuda pública, que hipoteca a las futuras generaciones, y padece un déficit público crónico e incontenible. El Estado de las autonomías es un estado mucho más caro que el Estado unitario, La proliferación del número de administraciones, y el de políticos que las parasitan, ha multiplicado el tamaño de la cosa pública, pasándose de aproximadamente 1,3 millones de funcionarios a finales de 1976 a más de 3 millones a finales del 2017, con un coste de los mismos que ha pasado en el mismo período de 50 mil millones a 75 mil millones de euros. Y ambas magnitudes siguen creciendo cada año. El gasto público español, que en los últimos años del franquismo equivalía al 25% del PIB, fue en 2016 del 45% de nuestro producto interior, a pesar del crecimiento experimentado por éste durante esos mismos años.
El Estado autonómico, además de caro, ha dado lugar a la proliferación del clientelismo y altos niveles de corrupción en las administraciones autonómicas, como conocemos por los numerosos episodios hechos públicos en estos últimos años.
Finalmente, el Estado autonómico ha generado múltiples disfuncionalidades e ineficiencias, como se han puesto de manifiesto en los campos de la Educación -ahí está la reciente denuncia de los editores de libros de texto-; la Sanidad -es España hay, por ejemplo, 17 Directores Generales de Farmacia- y hasta en la coordinación de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado.
Todo ello sin hablar de las tendencias centrífugas introducidas en la política española por la insolidaridad de las Comunidades Autónomas -de las que unas cuantas se reclaman ya nacionalidades o abiertamente naciones-, haciendo que el fantasma de la anarquía e ingobernabilidad sea ya más que un simple riesgo.
Todo este conjunto hace que un buen número de españoles sensatos añoren un modelo unitario de Estado, que ponga fin a una fragmentación de la nación española ineficiente y contraria a la tendencia de integración europea. Y que afecta no sólo al bienestar de los españoles, sino a la capacidad de nuestro país para competir y ocupar una posición de relevancia en el mundo.
Contrariamente a la defensa del Estado centralizado, el Carlismo ha sido siempre foralista, y la reivindicación de los Fueros ha sido hasta hoy parte del cuatrilema de Dios-Patria-Fueros-Rey, que resume su ideario político (me refiero, naturalmente, al del verdadero Carlismo).
Los Fueros no son populares en la democracia liberal. Su reconocimiento acepta las desigualdades regionales, lo que se opone el principio democrático de que “todos los españoles tienen los mismos derechos, independientemente de donde vivan”. Ello ha llevado a partidos como Ciudadanos a solicitar la supresión del Concierto vasco, por tratarse de un privilegio inaceptable, e incluso a mirar con desconfianza ciertos desarrollos legislativos de las Comunidades Autónomas.
El partido Ciudadanos tiene razón desde una perspectiva liberal. La democracia hija de la Revolución Francesa -Libertad, Igualdad, Fraternidad- entiende al hombre como un ser abstracto, para el que para nada cuenta la condición histórica o concreta de cada cual ni el lugar que ocupa en el cuerpo social. El postulado fundamental de la democracia, “un hombre, un voto”, se basa en este carácter abstracto de su concepción del “ciudadano” completamente opuesta a la concepción tradicional, que sólo entendía al hombre como un ser concreto e histórico. Por eso, para la democracia liberal vale lo mismo la opinión del docto que la del ignorante, porque su hombre abstracto es un hombre genérico no diferenciable por determinantes concretos. Y por eso todos han de tener nominalmente los mismos “derechos del ciudadano” -no hablamos aquí de la misma dignidad como personas, que es incuestionable-, aunque luego la realidad concreta de cada uno sea muy diferente. Los señores de Unidas Podemos están hartos de pedir ese “derecho a una vivienda digna” que consagra la Constitución, sin que a los demócratas liberales parezca urgirles el que sus “derechos del ciudadano” no sean más que una pura abstracción, sin reflejo real en el mundo concreto de esos mismos ciudadanos, en este caso ciudadanos sin vivienda.
A diferencia del liberalismo, el punto de arranque del Carlismo es el hombre concreto, con su residencia aquí o allá, con esta o aquella profesión... articulado en un entorno vital propio que debe permitirle desarrollar en libertad su particular dinamismo para el logro de sus metas personales, siempre que esa libertad no sea perjudicial para el orden social del que forma parte. El despliegue de la actividad de los hombres concretos genera unas costumbres en la comunidad de la que forman parte, reflejadas en unas prácticas jurídicas que son más tarde reconocidas por la autoridad política.
Por eso el Carlismo “coloca el eje del ordenamiento colectivo en la forja de una sociedad constituida por instituciones autárquicas e independientes, que sirven de barrera contra las extralimitaciones del poder del Estado, al mismo tiempo que cauce para las libertades concretas de los individuos”.[ii]
La diferencia entre el régimen foral defendido por el Carlismo y las actuales Comunidades autónomas de la democracia liberal es que, como hemos señalado, los fueros son “usos y costumbres jurídicas creadas por la comunidad, elevados a norma jurídica con valor de ley escrita por el reconocimiento pactado con la autoridad de su efectividad consuetudinaria”[iii]. Por el contrario, las actuales Comunidades autónomas no surgen de los usos y costumbres de una comunidad, reconocidos después por la autoridad, sino que son meras réplicas a pequeña escala del Estado liberal.
Esta distinción deriva de la diferencia entre la concepción abstracta del ciudadano o la concepción concreta del hombre, y de la diferencia entre el individualismo roussoniano propio del liberalismo y la sociedad orgánica de cuerpos sociales autárquicos, propia de la tradición. Ello explica la defensa carlista del regionalismo foralista y el rechazo de las actuales Comunidades autónomas sin que en ello haya contradicción, ya que estas últimas no son más que el clon a escala regional del Estado liberal y no regiones verdaderas surgidas del proceso federativo de la soberanía social.
Sin embargo, a diferencia del nacionalismo, las regiones para el Carlismo no son naciones, sino “entidades históricas, sociológicamente diferenciadas en sus peculiaridades culturales o lingüísticas, centros de autarquía política o de autonomía administrativa, pero siempre integradas en las Españas unas, patria común de todos los españoles”, hecha posible por la unidad moral que proporciona la unidad de Fe y la historia común.[v]
El carlismo sabe, sin embargo, que hoy no puede pretenderse la restauración de las regiones como existieron en el pasado, lo que sería por otra parte incompatible con la realidad del progreso que es norma distintiva de la verdadera tradición.
El mundo actual se parece en poco al mundo que conoció la Monarquía Hispánica de nuestro pasado y al de la secular Cristiandad. El extraordinario desarrollo y abaratamiento de las comunicaciones han convertido nuestro planeta en una aldea global, en la que las antiguas naciones van siendo sustituidas por las nuevas “regiones” de carácter continental: Estados Unidos, China, Europa, Latinoamérica, el Sudeste Asiático etc. El comercio se ha hecho igualmente trasnacional, con la emergencia de grandes mercados regionales, que otorgan ventaja competitiva por economías de escala a aquellos partícipes con alcance global, condenando a la desaparición a los que no pueden competir en el nuevo escenario.
Los flujos migratorios y la preponderancia de unos pocos idiomas internacionales de comunicación han dado lugar a poblaciones multiculturales y multirraciales, en las que coexisten diversidad de usos y costumbres.
El consumismo, la revolución tecnológica y los avances científicos han creado el espejismo de que no hay barreras para el progreso humano y de que Dios ya no es necesario, trayendo como consecuencia un avance imparable del abandono de las creencias y práctica religiosa en los países desarrollados. El porcentaje de españoles que se declaran católicos, si quiera sea nominalmente, ha pasado de prácticamente el 90% hace cincuenta años, a niveles del 60%-70%, y a escasamente la mitad cuando se habla de menores de 30 años.
La demanda de ciertas materias primas, como los combustibles fósiles o las tierras raras para los ordenadores, han generado interdependencias y entramados de intereses que desbordan la soberanía individual de las distintas naciones.
Las grandes empresas globales como las grandes tecnológicas (Google, Amazon, Microsoft, Facebook etc) rivalizan con los Estados en poder e influencia, y construyen comunidades transfronterizas de clientes gobernadas de facto por directrices emanadas desde nuevos centros de poder mundial.
Las redes sociales han creado comunidades virtuales, estableciendo vínculos de comunicación e influencia basados en intereses comunes, ajenas a las anteriores relaciones dominantes de la vecindad o el trabajo.
El resultado de todo ello es un panorama sociológico en el que la estructura orgánica de la sociedad tradicional, con la autarquía de sus cuerpos sociales mantenidos en unidad por un aliento interno compartido, ha quedado irremisiblemente arrollada.
La tradición ha dejado de ser un proceso lento de transmisión y asimilación para dar paso a un cambio social tumultuoso y acelerado, en el que lo que se valora es la innovación disruptiva, y que amenaza incluso nuestra propia capacidad de adaptación. El pluralismo y la diversidad han sido amparados como dogmas, y la religión, en el mejor de los casos, relegada al fondo de las conciencias, sofocando su proyección socializadora.
Desaparecido lo que Gambra llamaba el espíritu vivificador -la unidad moral proporcionada por la unidad de Fe- “si las actuales sociedades civiles presentan todavía el aspecto de un pueblo o nación es debido a la homogeneización y caracteres creados por la herencia, y sobre todo a la estructura unitaria, meramente exterior o jurídica, que impone en ellos el Estado moderno”.
Rafael Gambra explicó con frases certeras por qué hoy no es posible, sin más, la aplicación del foralismo carlista: “una verdadera y estable libertad -en nuestro caso, regional- sólo puede lograrse socialmente sobre la base de la comunión en un espíritu vivo y actuante. Una reconstrucción social por medio de instituciones autonómicas aglutinadas por un poder al que limitan, tal como la que sugiere Mella, no es posible más que en el seno de una sociedad animada por impulsos morales y religiosos. Sin ellos, no se concebirían ni la cohesión ni espíritu público necesarios para agruparse sólida y eficazmente, ni la armonía y concierto entre las distintas instituciones, a no ser por un orden consuetudinario vigoroso, que no existe cuando de una reconstrucción se trata”.[vi]
Es esta inviabilidad práctica de aplicación actual del foralismo, lo que ha producido un efecto paradójico. Por una parte, hay regiones españolas como Cataluña, el País Vasco y Navarra donde las instituciones autárquicas y la vitalidad de la sociedad tradicional se mantuvieron más fuertes, y que, por haber perdido el espíritu vivificador que las alentaba, han derivado hacia el nacionalismo independentista.
En ellas la unidad de creencias que otrora les dio cohesión y unidad interna -abierta, por otra parte, a la unidad con otras regiones de España-, ha sido sustituida por nuevos dogmas o mitos imperativos impuestos, tales como la nación catalana o la patria vasca.
Por otra parte, la disgregación y desmoronamiento de la sociedad tradicional y la pérdida de su espíritu vivificador, con el riesgo evidente de ruptura de la unidad nacional, ha abierto un vacío que reclama al Estado para mantener esa unidad amenazada, aunque sólo sea con un andamiaje meramente exterior o jurídico.
El Carlismo no puede por menos que valorar la pervivencia de formas de sociedad tradicional en las regiones que hoy están gobernadas por el nacionalismo, lamentando que la pérdida de la Fe común y el sentido de misión que la acompaña estén rompiendo sus lazos con la patria común de todos los españoles.
Pero tampoco puede dejar de entender las ventajas que un Estado unitario tiene en la complejidad del mundo actual -en el que los Estados al compartir de tantas formas su soberanía van camino de parecerse a las regiones de antaño-, y como garante de una unidad que permita al menos la esperanza de una restauración social futura de la nación.
Reconozcamos que no es fácil encontrar una fórmula adecuada, que concilie los principios del derecho natural con los determinantes y rasgos de esta España del siglo XXI.
Insistir machaconamente y poniéndose los cascos en que lo que hay que hacer es volver al régimen foral en el marco de unas Españas en que impera el régimen de Cristiandad, como plantean sectores del Carlismo doctrinario y de salón, puede quedar muy bonito, pero sencillamente esa proposición no es viable ni tiene sentido en la realidad presente, ni de España ni de un mundo en el que se han producido cambios radicales, muchos de los cuales no son reversibles.
A partir de ahí, estrujémonos la cabeza para realizar propuestas que convengan al bien común, que preserven la patria común española al tiempo que vigoricen a la sociedad en su constitución natural, preservando esa autonomía social en los territorios en los que pervive con más vigor. Pero también, incluso en Cataluña y el País Vasco, el Estado integrador tiene hoy un papel que jugar en la vertebración social y en la defensa de la unidad y cohesión de la nación.
El Carlismo tiene, en esta materia, elementos para el diálogo con Vox y con los nacionalistas no independentistas.
El Carlismo no puede abdicar de su foralismo, pero tampoco postular a ultranza la instauración de un régimen foralista como lo defendió en el siglo XIX y también durante el régimen de Franco, cuando la sociedad española era muy diferente de la actual.
Y, en cualquier caso, debe encontrar la forma de comunicar su pensamiento a los españoles de nuestro tiempo, para evitar malentendidos y para contribuir al remedio de la gran crisis nacional que atraviesa España.
[i] Josep Carles CLEMENTE: Los días fugaces. Cuenca: Editorial Aldebarán, 2013.
[ii] Francisco ELÍAS DE TEJADA, Rafael GAMBRA y Francisco PUY: ¿Qué es el Carlismo? Madrid: Editorial Escelicer, 1971
[iii] Idem
[iv] Idem
[v] Idem
[vi] Rafael GAMBRA: La Monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional. Madrid: Organización Sala Editorial, 1973
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